domingo, 17 de enero de 2010

El Bosque de la Luz (1)


Dicen que los bosque serían demasiado silenciosos si sólo cantaran los mejores pájaros (Henry van Dyke).

En nuestro bosque, no había mejores pájaros. Era un bosque extraño, pequeño y soleado. Demasiado soleado. Tanto que jamás se hacía de noche. El sol duraba eternamente y las nubes, en los pocos momento que poblaban su cielo, eran bien agradecidas por sus habitantes.

La primera vez que estuve allí yo tenía, quién sabe, al menos, cien años o nueve meses, y era mi primer viaje al extranjero.
Nada más llegar, la luz eterna de aquel bosque me abrumó, y durante unos segundos, o quizá días, escuché cómo llegaban varios animales, sin poder verlos.

Al momento, cuando pude abrir los ojos, me hice amigo de muchos de ellos. Varios pájaros que no sabían volar daban saltitos a mi alrededor, mirándome curiosos. Quise preguntar, pero el Cariño se me adelantó. El Cariño era una cigüeña con forma de madre y grandes bolsillos, donde guardaba todo tipo de herramientas, según me dijo después. Fue el primer ser que encontré tras el aterrizaje en el Bosque de la Luz, y se encargó amablemente de presentarme a algunos de sus habitantes.

Me explicó que los pequeños pájaros saltarines de mi alrededor eran las Alegrías, una gran familia por cierto, y que, aunque no sabían volar, estaban dispuestas con agrado a acompañarme en mis excursiones por el bosque.

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